La Iglesia a mediados del siglo XIX

Los historiadores actuales reconocen un fuerte componente religioso a la resistencia popular de Catalunya a la invasión napoleónica (1808-1814). No obstante, a la salida del Antiguo Régimen, la Iglesia constató que existían amplias zonas de la población que no eran católicas, o lo eran muy superficialmente y que, a tenor de las nuevas ideas liberales y de los cambios sociales producidos por la industrialización, se situaron en contra de ella. A ello contribuyó también la crueldad y persistencia de las guerras carlistas. En 1835, por primera vez en la historia de Catalunya, hubo matanzas populares de frailes y quema de conventos (que se repetirán a lo largo del siglo XIX y principios del XX y culminarán en la gran persecución de 1936). La mayoría de los eclesiásticos no tenían ni la formación intelectual ni la clarividencia de Balmes y participaron activamente en la Primera Guerra Carlista (1833-1840), especialmente el clero bajo. Por su parte, el gobierno liberal progresista suprimió las órdenes religiosas y nacionalizó los bienes eclesiásticos. En Catalunya, fueron expulsados unos 2.100 frailes y unas 1.300 monjas. La Iglesia perdió un inmenso lastre material formado por posesiones acumuladas a lo largo de diecisiete siglos. Pero esto no favoreció en absoluto a los pobres o a los colonos de esas fincas, sino a un pequeño grupo de burgueses no católicos y sin escrúpulos (estaba penalizado con la excomunión) que acudieron a bajísimos precios a la subasta pública. Como es lógico, los nuevos propietarios aumentaron las filas de los enemigos de la Iglesia. Derrotado el carlismo por las armas, una parte de la jerarquía y de la intelectualidad católicas tomo una posición de negociación con los liberales —la mayoría de buena fe, sobre todo los moderados—, superando la identificación entre absolutismo y catolicismo, y buscando como continuar realizando su misión espiritual en las nuevas condiciones. La reacción espiritual y apostólica de los católicos fue extraordinaria. Se inició una “edad de oro” de la Iglesia en Catalunya. En ningún momento de la historia como en la segunda mitad del siglo XIX ha habido tantos santos, beatos y cristianos en proceso de beatificación, ni se han fundado tantas instituciones, sobre todo dedicadas a la enseñanza y a la beneficencia, algunas de las cuales se han expandido por todo el mundo. Santa Joaquima de Vedruna fundó las Carmelitas de la Caridad en 1826; santa Paula de Montalt, las Escopalias, en 1829; Lluís Masmitjà, las Hijas del Corazón de María, en 1848; san Antonio Maria Claret, los Misioneros del Corazón de María, en 1849; Pere Bach, las Felipnerisas, en 1850; Joseph Tous i Soler, las Capuchinas de la Madre del Divino Pastor, en 1850; el beato Francesc Coll, las Dominicas de la Anunciata, en 1856; la reusense santa Maria Rosa Molas, las Hermanas de la Consolación, en 1857; el beato Francesc Palau i Quer, los Hermanos y las Hermanas Carmelitas, en 1860-1861; san Josep Manyanet, los Hijos de la Sagrada Familia, en 1864, y las Misioneras Hijas de la Sagrada Familia, en 1874; santa Teresa Jornet, las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, en 1872; san Enric d’Ossó, la Compañía de Santa Teresa, en 1876; Caterina Coromina, las Josefinas de la Caridad, en 1877; el beato Manuel Domingo i Sol, la Hermandad de Operarios Diocesanos, en 1884; la venerable Rosa Ojeda, las Carmelitas de San José, en 1900. Además, arraigaron en el país muchos institutos venidos de fuera. Es el caso, entre otras, de las religiosas de Jesús-María, fundadas en Lión en 1818 y establecidas en Catalunya en 1850. Por otra parte, multitud de misioneras y misioneros catalanes se esparcieron por todo el mundo, como san Pedro Alamató (mártir en Tonkín, en 1861). Se puede afirmar que la Iglesia emprendió la cristianización en profundidad de la nueva sociedad, especialmente a través de la familia y de la escuela. Se ganó la amistad de la mayoría de la alta burguesía —que había sido su principal enemigo desde la Ilustración— y de las clases medias; dejando una minoría en manos de la masonería. Quedo pendiente, como en toda Europa, la gran mayoría del proletariado. Este proceso fue muy favorecido por la firma del Concordato entre Isabel II y el beato Pío IX, el 16 de marzo de 1851. El papa legitimaba la monarquía liberal moderada ante los católicos y les autorizaba a colaborar con ella —sin por ello desautorizar a los carlistas—. El concordato levantaba la excomunión de los burgueses que habían comprado bienes desamortizados, la daba por buena a cambio de un presupuesto estatal para el clero mientras no se encontrase un sistema de autofinanciación de la Iglesia, abría el retorno de las órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza y a la beneficencia, permitía a la Iglesia volver a adquirir y poseer bienes y potenciaba la reapertura de los seminarios y su creación en aquellas diócesis donde no hubiera. Algunos de estos seminarios se doblaron en un colegio de segunda enseñanza, con lo que educaban simultáneamente y en estrecha relación a los futuros eclesiásticos y a los seglares que se preparaban para ir a la universidad y constituir las elites rectoras de la nueva sociedad. El número de seminaristas creció enormemente y algunos seminarios, como el de Vic, subieron su nivel académico hasta convertirse en instituciones intelectuales de gran nivel. Aparecieron figuras de primera línea cultural del país como Balmes, Claret, Verdaguer o Torras i Bages.

Josep Maria Tarragona, 01-XI-2006
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Última actualización: 06/05/2016